COMIENZO UNA NUEVA SERIE DE CUENTOS
“Cuentos Contra la Muerte"
1
El polvo de la calle y el ruido de los insectos
revoloteaban por el aire en aquel verano calmo y harto caliente.
Corría el año 1951, yo era una niña flaca y huesuda, con
ojos desafiantes por los golpes que recibía cada día, igual mi espíritu rebelde
me llevaba a subir a la gran higuera y comer los deliciosos frutos gozando de
la vida aún y a pesar de los maltratos, corriendo por el jardín entre jazmines
y rosas y yendo a espiar a los nuevos vecinos.
-Dicen que son de Cataluña y han llegado hoy mismo-
dijo doña Pepita apantallándose, con la diminuta y rosada nariz brillando por
la transpiración, Olga, la otra vecina la observaba con curiosidad.
-No trajeron valijas, nada… ¿dónde queda Cataluña?
-Europa: España, de ahí eran mis padres. –contestó
doña Pepita con orgullo.
La pareja llegó como abatida y sudada, ella traía un
pañuelo gris en la cabeza, era delgada y mustia, él enjuto, nervioso y ágil
cruzó la zanja y le extendió la mano a las dos nenas, que lucían idénticos
vestiditos con florcitas verdes y volados, medias y zapatitos blancos que me
admiraron por lo impecables.
Yo me hallaba escondida entre el cedrón y la retama,
observándolos.
-Hola, tú morena ¿Cómo te llamas? –me preguntó una de
las niñas al verme, por unos momentos quedé perpleja, no esperaba ser
descubierta in fraganti en un lugar que yo suponía que podía mirar sin ser
vista.
El padre le rozó la cabeza en señal de llamada y las
dos corrieron a mi encuentro, a través del alambrado sus ojillos curiosos
esperaban una respuesta: desde esa tarde hice amistad con las “galleguitas”,
como las apodaban en casa: Todos los días esperaba el almuerzo y cuándo mi
familia dormía la siesta a pleno, yo corría a visitar a las niñas.
Lo que más me gustaba de ellas era el respeto y la
simpatía con que me trataban, generalmente jugábamos con piedritas al dinenti,
no recuerdo si este juego se los enseñé yo o ellas también lo conocían en
España pero lo que queda viva en mi memoria es esa especie de complicidad y
alegría con que nos comunicábamos y el beneplácito de sus padres al mirarnos.
La madre, que era una mujer joven y con piel
marfileña, tenía unos ojos grandes y oscuros y cierta languidez en su aspecto,
me cautivó cuando mientras bordaba, comenzó mansamente al principio y con
fortaleza después, a cantar una canción con una voz potente y cristalina:
-“En el pozo
María Luisa / murieron cuatro mineros. / Mira Marusina, mira como vengo yo…”
No pude seguir
jugando, me paralicé y quedé hechizada, escuchándola.
-“Traigo la
camisa roja / de sangre de un compañero. / Mira Marusina, mira como vengo yo…”
La voz doliente y serena, seguía las tristes estrofas
que atravesaban el corazón, terminó con un silencio y a pesar de mi edad, los
castigos que recibía cada día y el desconocimiento, noté que esa mujer no era
común, que no cantaba como mi madre en la cocina ni como doña Pepita cuando
hacía alarde de su canto, no: Esta persona sabía cantar de una forma especial,
con una tonalidad firme y diferente y un sentimiento en las palabras, que estas
parecían perlas manando de su boca.
-Qué bien canta usted. –le dije fascinada- y ella
sonrió levemente.
-¿Te gusta, morenita? –contestó el padre con una
sonrisa abierta y complacida –Tienes buen oído musical.
Las galleguitas me enseñaron a hacer puntilla
valenciana, con hilo de coser y un uso de clavos finos que les había confeccionado el padre y nosotras tramábamos
con nuestros deditos los preciosos filigranas, mientras la madre cantaba con
ese tono blanco y brillante que me embelezaba:
-“Yo me subí al
pino verde / por ver si Franco llegaba… / y solo vi a un tren blindado lo vi al
que tiroteaba… / ¡Anda jaleo, jaleo!”
Una tarde llegué exhausta: Los pies sucios y los ojos
rojos, tenía marcas de sogazos en las piernas y la voz temblorosa de tanto
llorar. La familia catalana me miró con respeto y con cierta indignación
mezclada de tristeza en sus ojos, un silencio más pesado que mi tortura zumbaba
en el aire, por fin, el padre rompió el hielo.
-Venga morenita, usted sabe que acá nos tiene a
nosotros.
Las niñas corrieron a mi encuentro y cada una me tomó
de los brazos, me convidaron lo poco que tenían, me mimaron y la madre comenzó
a cantarme con todo su brío:
-“Santa Bárbara bendita / al tronar de los mineros”…
Un día se fueron, así, mansamente, como cuando
llegaron. Sin lujo, sin estridencias, desaparecieron tan bien, que casi no los
extrañé.
Hoy, siendo adulta, prefiero recordarlos como a una
vieja fotografía color sepia, que guardo en una cajita de los buenos recuerdos
y a veces los veo, como cuando estuve muy enferma y los vecinos corrieron a
socorrerme o en los ojos de mi perra que me acompaña si estoy asustada o
simplemente los noto a la distancia en la mirada de cada amiga, amigo, que llevan el mismo mensaje de contención y solidaridad “Acá nos tenés a nosotros”.
NÉLIDA MARTINELLI, febrero 10 de 2012
3 comentarios:
A las 12 de febrero de 2012, 19:46 , Nélida Martinelli ha dicho...
Hoy, quizás porque es un día muy triste para mí, quiero recordar con esta nueva serie, que he titulado "CUENTOS PARA NO MORIR", donde expongo aquellas partes de historias biográficas y a la gente que me ha dado Amor, risa, pequeños paraísos... como una forma de agradecerles. Nélida Martinelli
A las 14 de febrero de 2012, 18:08 , Carmela ha dicho...
Un tributo a los desterrados.A sus silencios .Y a sus presencias .
Silencios y presencias en color sepia que siguen estando.
Y también estamos nosotros .Capaces de amar, reir,gozar, contener,compartir, sentir , entender ... y armar pequeños paraísos para continuar celebrando la vida.
A vos te agradecemos tu talento y tu sensibilidad.
Un gran abrazo.
A las 15 de febrero de 2012, 5:41 , Nélida Martinelli ha dicho...
Gracias Carmela!
Publicar un comentario
Suscribirse a Enviar comentarios [Atom]
<< Inicio