LA BURUNDANGA
Boris y Albertito discurrían en aquel atardecer dominguero. Un vientito tibio y amenazante balanceaba las telas de araña y las cortinitas que alguna vez fueron blancas. Los hombres estaban sentados en una mesa chueca y pesada de buena madera, los pisos, paredes y techo necesitaban pintura y arreglos, pareciera que Albertito había perdido el gusto por la armonía y el orden, pero en realidad, la especie de depresión que sufría, lo iba tornando perezoso y triste. Boris (que debía su apodo ruso por haber sido un viejo militante comunista y por sus rasgos aindiados y su cabello aún negro, lacio y brillante) en cambio, era nervioso y entusiasta, pero al fin, ambos caían en la decadencia que arrastraba la edad madura y sin objetivos valederos.
Comenzaron a brindar con cerveza, por la amistad y las mujeres y con respecto de éstas, los recuerdos y las exageraciones se deslizaban con total desvergüenza, las fantasías agrandaban los amores, la belleza, oportunidades y desenlaces.
-Sí, la dejé a Clara… por cargosa… siempre besuqueando… -decía Albertito con una sonrisa cínica, un mechón canoso y áspero le rozaba una mejilla arrugada. Los vasos volvieron a chocar.
-Lo único que recuerdo de Rosa es su gran culo, pero también la abandoné, era una retorcida… -agregó Boris.
Por último, y achispados por las evocaciones y el alcohol decidieron ir a la Plaza de la Estación, en busca de putas.
Salieron aseados y peinados, Boris luciendo una remera rayada y Albertito con camisa bordó y vaqueros, al llegar, se sentaron en uno de los bancos, debajo de un enorme palo borracho, analizaron a todas las mujeres del lugar: a la chica de largos y cuidados cabellos, vestida con ropa liviana y cara, seguramente esperando a algún noviecito, a la señora pacata y limpita, que aguardaba el colectivo, a las dos prostitutas teñidas de rubio, que fumaban ansiosamente, una con la mirada perdida y la otra descascarándose una uña… y por último, la aparición de “ella”, que venía acercándose hacia los hombres, decidida a compartir el sillón comunitario : Era una muchacha de no más de treinta años, robusta, pero no gorda, con calzas floreadas y una camisola negra casi transparente, su cabellera oscura y larga, caía en grandes rulos más allá de la cintura, se sentó con indolencia al lado de ellos, mostrando una sonrisa de dientes fuertes y ligeramente combados, que agraciaba aún más su sonrisa.
-¡Qué calor! –dijo, escribiendo un mensaje en su teléfono móvil.
Boris le guiñó un ojo a Albertito y entre divertido y ocurrente, codeó al amigo, murmurando:
-Ya está, Albertito, a esta te la comés vos.
-¿En serio? –cuchicheó el otro- me parece que te mira a vos.
-Qué lindo anillo. –expresó la chica, rozando el dedo anular de Boris. –Me encantan los hombres maduros que usan biyú hippie.
-Regalo de una amiga- contestó tímidamente Boris.
-¿Estás esperando a tu novio? –se atrevió a preguntar Albertito.
-¡No! –dijo ella, y abriendo un gran bolso le mostró unos apuntes. –Soy estudiante de medicina, vengo de estudiar, mañana doy una final y vine a tomar aire, en casa me sentía agobiada. –confesó abanicándose con la mano, luego pensativa añadió- ¿Mi novio? Me dejó porque dice que soy muy joven para él.
-¿¿Cómo?? –exclamaron los hombres, riéndose.
-¿Qué más quiere? –adujo Albertito.
-Bueno… en cierta forma es real, a uno le gusta la mujer joven, pero después las barreras generacionales van minando la pareja. –filosofó Boris.
La conversación siguió bajo la discusión de que si la edad era importante o no, que la madurez, la juventud y sus diferencias. La mujer enfatizaba sus creencias de que el hombre debía ser mayor y apuntaba su mirada seductora y seria en Boris, que se mostraba retraído pero gustoso. Albertito comenzó a toser, ya iba por el cigarrillo veinte y cinco y su enfisema pulmonar encendía un motor en su pecho, se sintió cansado y se puso de pie no sin esfuerzo, decidió irse a su casa caminando muy despacio, antes lo golpeteó suavemente a Boris, para darle a entender que la muchacha lo había elegido a él y se despidió entre toses y sonrisas.
La noche iba adueñándose del aire y un brisa fresca los despeinaba, Yésica, como así se llamaba la chica, propuso a Boris que la invitara a tomar mates a su domicilio.
-Si pudiera, quiero decir, si tuviera suficiente dinero te invitaría a cenar a un restaurant. –confesó él avergonzado de ser pobre, delante de semejante mujer que se le ofrecía tan favorablemente.
-No me importa el dinero, me interesás vos. –dijo ella mirándolo a los ojos y acariciándole las sienes, prosiguió –con mate me conformo.
-¿De verdad? ¡No lo puedo creer! Una mujer joven y tan bonita fijándose en mí, un señor mayor y sin cash…
-¿Aún no entendiste que me gustás? –dijo Yésica estirando un poco los labios.
Boris pensó en su pobre amigo Albertito, tosiendo y alejándose para darle la oportunidad de que aprovechara aquella ocasión única y sintió pena y ternura por él y también culpa de haberlo dejado solo y hasta cierta desconfianza por dejarse seducir por una desconocida, pero no le hizo caso a sus sentimientos y se dijo que la vida era una sola y si una mujer joven, linda, decente y culta se le brindaba, porqué iba a rechazarla? Tal vez representase su futura pareja, esa versión de la compañera para toda la vida que tanto había soñado.
Durante el viaje que mediaba hasta su casa, Boris y Yésica hablaron de Mozart, Freud, Marx y hasta de Bush y el neoliberalismo, Boris estaba fascinado: ¿Cómo una mente nueva como la de ella, podía albergar tantos conocimientos?
Le anticipó que vivía con un amigo, pero que éste era muy discreto y los dejaría solos…
Al llegar, encontraron a varios hombres de la amistad de ambos moradores, tomando cerveza y comiendo pizza. Las miradas de admiración recorrieron el cuerpo fuerte y sensual de Yésica, y a la vez , de complicidad y sonrisas de entendimiento hacia Boris. Boris pensó que la muchacha se asustaría de ver la casa llena de hombres, pero en cambio sonrió serenamente y aceptó lo que le convidaban, mientras volvía a escribir mensajes en su teléfono móvil.
-Le aviso a mi madre que llego un poco tarde. –le susurró a Boris.
Pronto los amigos se fueron yendo y la pareja quedó sola, Boris pareció encantado cuando ella le rozó los labios y lo fue desvistiendo lentamente, a la vez que lo iba conduciendo hacia el dormitorio, sentía su perfume, el olor de esa cabellera limpia y brillosa y no lo podía creer.
-Sacáte la camisola… -murmuró temblando e intentando subírsela, ella lo detuvo riendo calladamente.
-la pastilla, tengo que tomar esta pastilla. –dijo él tanteando la mesita de luz donde se hallaba el medicamento- soy cardíaco y debo tomarla…
-shhh…-dijo Yésica y tomó la tableta entre sus dedos- Yo te voy a dar el remedio, vos acostáte y esperáme…
Ella fue hasta la cocina y regresó con un vaso de Coca-cola fría y con una amplia sonrisa le extendió la bebida.
-¿Y la pastilla? –
-La disolví en lo dulce. –él la miró extrañado, pero ella rió y le fue bajando el slip con ademanes cadenciosos –tomá tu medicina, papito.
Boris bebió el refresco y de pronto sintió una alegría inmensa de tener a esa venus morena acariciándole las piernas y a la vez su sentimiento se mezcló con una angustia indefinida.
-Sacáte la camisola. –repitió, y quiso hacerlo él, pero le fallaron las fuerzas, sintió que su cuerpo se relajaba totalmente y no obedecía a sus mandatos.
-Tranqui, viejito, ahora voy a lo mío. -´contestó ella seria y volvió a su teléfono móvil, mandando y recibiendo mensajes.
Observó borrosamente cómo la chica se levantaba y con una tranquilidad pasmosa abría todos los cajones de los muebles e iba poniendo los objetos que le interesaban en su bolso, así se guardó un reloj que le había regalado su hijo, una pulsera de identificación de su ex mujer, la radio portátil, el revólver, un teléfono…
Boris miraba entre sueños, con una opresión en la garganta y sin tener voluntad y viendo casi naturalmente aquel desmán, ella lo ignoraba totalmente, como si él en realidad fuera un objeto, no un hombre desesperado que presenciaba el saqueo de sus únicos y humildes elementos.
También notó cómo ella se subía a una silla y revisaba el techo del placard, allí encontró su sueldo de jubilado, los poquitos ahorros de las monedas que iba juntando, sacrificando su pan o sus pobres gustos domésticos, también cargó el televisor y hasta fue ayudada por un mocetón grandote y morocho, que lucía una gorra encasquetada hasta más abajo de las orejas y una barba de cuatro días.
Pronto se sumió en un sueño oscuro y pesado.
Muchas horas después despertó dolorido y lastimoso, desde la ventana de la habitación entraba un sol blanquecino y quemante, afuera trinaban pájaros y revoloteaban insectos. Se sentó en la cama y sintió un vahído.
Lentamente prestó atención y advirtió que a su alrededor se hallaba todo revuelto y saqueado, faltaba el televisor, la radio portátil, el teléfono…
Entonces recordó a Yésica. Boris quiso gritar, pero no pudo, quiso llorar, pero tampoco pudo, se hallaba indignado, traicionado, se sentía culpable por ser tan tonto de creerle a alguien que desconocía y que le había prometido espejitos de colores…
Fabián, el amigo que vivía con él, golpeó la puerta y entró.
-Pensé que anoche te habías ido con la chica, me extrañó que no te levantaras. –le dijo inocente.
Boris rompió en llanto y Fabián se sentó a su lado, cuando se enteró de lo ocurrido, abrazó a su amigo y lo ayudó a vestirse.
-Y ahora, ¿Qué vas a hacer? –preguntó Fabián
-Voy a llamar a mi amiga de siempre, a Nené. –contestó entre sollozos, que también es grande y me va a entender… Va a comprender que yo, justo yo, viejo y feo, creí que una mujer joven, bonita y culta se había enamorado de mí… ¿Cómo pude ser tan idiota? –Se preguntó amargamente, llorando con fuertes sollozos y reclinándose en el hombro de su amigo. -¿Notaste, notaste que nos desprecian? –le espetó a Fabián-
-¿Quiénes?
-En esta maldita sociedad de consumo, un viejo, una persona mayor no tiene valor, no sirve, los pibes te tratan como si fueras infradotado: “Vos no sabés, dejáme a mí” –te dicen- y vos sabés que aún sabés y callás y te hacés a un lado porque te avergüenzan las arrugas, las canas, la falta de esa antigua agilidad…
-Bueno, no es para tanto. –contestó Fabián, pero reflexionó que él, que todavía no había llegado a los sesenta, a veces se sentía discriminado por algunas personas y circunstancias, silenciosamente encendió un cigarrillo y comenzó a toser movió la cabeza con compasión y pensó con tristeza que tenía que ir al médico, esa tos y el estado gripal no terminaba de irse.
Boris metió la camisa dentro de sus pantalones, se calzó las zapatillas, alisó su abundante cabello hacia la frente surcada y dura y atusándose los bigotes blancos, con los ojos rojos y la mirada entristecida, le dio un palmetazo en la espalda a Fabián y comenzó a irse, oscilando algo el torso.
-Pero quedamos los amigos. –exclamó Fabián, y antes que cerrara la puerta, prosiguió –y las amigas, como Nené…
Nélida Martinelli
Noviembre 16 de 2012
(*) La escopolamina, también conocida como burundanga, Es una sustancia afín a la atropina, es una droga altamente tóxica y debe ser usada en dosis minúsculas. Una sobredosis por escopolamina puede causar delirio, y otras psicosis, parálisis, estupor y la muerte.
Fuente: Wikipedia.
4 comentarios:
A las 27 de noviembre de 2012, 0:30 , Cayetano ha dicho...
Muy bien narrada esta historia que, lejos de ser pura ficción, forma parte, por desgracia, de nuestra realidad más cruel.
Un saludo.
A las 29 de noviembre de 2012, 16:42 , Nélida Martinelli ha dicho...
Un abrazo, Cayetano, te cuento que esta historia es crudamente real.
A las 17 de febrero de 2013, 16:43 , Marcos ha dicho...
La soledad engendra la necesidad del falso amor, ante el que puedes caer con facilidad.
A las 18 de febrero de 2013, 16:03 , Nélida Martinelli ha dicho...
Gran verdad, Marcos.
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