poemasdelatinoamerica

sábado, 18 de febrero de 2012

MARIDO RESUELTO




- 2 –


Antes los niños y las niñas teníamos otras formas de jugar y si éramos pobres mejor aún, porque la creación nos llenaba de inventiva e ilusiones.
Para mí la gama de retazos multicolores de seda, terciopelo y lanas que pedía a las vecinas o la estopa negra, roja y amarilla, que robaba del colchón de mi hermana mayor, más los lápices de colores, el algodón, las cintas, el hilo y la aguja, eran maravillosos elementos para confeccionar juguetes: Me adelanté a las barbis en los años cincuenta y cinco porque yo creaba muñecas con pechos de mujer y largas piernas, las vestía a la moda y les cosía preciosas y abundantes cabelleras que llegaban a la espalda. Las doñas reprimidas se alborotaban cuando veían mis muñecas con tetas y miraban a mis padres escandalizadas, pero no podían dejar de admirar mis “creaciones”.
Así elaboré una familia entera para mi hermana Betty y una mujer sola con su niño para mí, el fin era llenar las dos casitas en miniatura que nosotras mismas erigimos y jugar en ese espacio, poniéndoles vida a ambas “familias de mentiras”: cada una de nosotras hablaba por los distintos personajes y así pasábamos las tardes divirtiéndonos, salvo cuando nos interrumpía la mayor de las hermanas, que ya era una señorita y nos pateaba las casitas o se burlaba de nuestros juegos y a veces, hasta se le daba por atarnos y castigarnos: Como era la más grande…
Pero nosotras, tozudas y alegres como todas las criaturas, cuando ella se iba a la casa de su novio, nos olvidábamos y seguíamos con nuestros juegos.
Cierta vez me reconvine que no podía seguir sin un marido para mi muñeca, y como sentía pereza de hacer un muñeco de trapo, tomé una maderita fina y larga, le dibujé un hombre y ese se convirtió en el esposo.
Recuerdo que un día entró una de nuestras gallinas a mi casita… me mordí de impaciencia, pero ella quiso poner su huevo en la cama de mi muñeca, para ello, ensució con sus patas el acolchadito, se meneó, murmuró un clo clo y al fin largó el huevo, al levantarse casi desarma el techo. Ahora tomo en cuenta el respeto que le tuve y la paciencia de esperar a que salga sin molestarla, en mi hogar los animales eran considerados como miembros parentales y aunque existía la brutalidad y el maltrato entre los humanos, ellos parecían tener un lugar preferencial, que me enorgullece.
Con mi hermana Betty hicimos todo un “clásico” de aquel juego, tanto, que si nos peleábamos por otras cuestiones domésticas, nos la emprendíamos contra nuestros muñecos.
Creo que la que empecé con esa modalidad fui yo, una mañana nos tomamos de los pelos no sé porqué, entonces, con todo el odio que fui capaz, le dije a Betty:
-¡Ahora voy a matar a tu marido! –y corrí hasta las casitas tomando el marido de su muñeca, Betty vino detrás de mí desesperada, pero yo fui más rápida y alcancé a tirar al muñeco a la zanja de la calle, Betty, llorando y sacando al muñeco chorreando agua podrida, gritaba:
-¡¡Mi marido, mi marido!!
Lo lavó y lo tendió.
-Ahora voy a matar al tuyo. –Susurró con rencor. Tomó la maderita que hacía de esposo de mi muñeca, lo llevó a la zanja y dijo con gustosa rabia:
-Mirá cómo le hundo la cabeza en la zanja a tu marido…
Yo me crucé de brazos riendo.
-¡Qué me importa! Ja, ja, ja… ahora voy, busco otra maderita, le dibujo a un varón ¡Y ya está! Vuelvo a tener otro marido.
Ni fue necesario, el “esposo” que Betty “ahogó” en el agua, lo sequé y quedó tal cual, la tinta no se había borrado: Marido resuelto.
En cambio, el de ella tuvo que ser velado en la caja que usábamos de ataúd para los pajaritos, porque el olor que le quedó, espantaba, por lo tanto, un día le regalé el más bonito envase de perfume que una vez usado, me obsequió madre.
-Tomá. –le dije benevolentemente a Betty- Este es tu nuevo marido. Ella lo aceptó de buena gana, pero meses después, comenzamos nuevamente con las reyertas y salí enloquecida por el corredor, tomé la botellita de perfume en mis manos y la estrellé contra el piso, haciéndola añicos. Esta vez, Betty resuelta tiró al esposo-maderita tan profundamente a la zanja que lo mató, entonces yo, con toda mi calma, fui en busca de otra madera parecida y mojando la punta de un lápiz con mi lengua, dibujé otro hombre, para que mi muñeca tuviera su correspondiente pareja.

Nélida Martinelli

De la Serie “Cuentos Contra la Muerte



domingo, 12 de febrero de 2012

COMIENZO UNA NUEVA SERIE DE CUENTOS


“Cuentos Contra la Muerte"

1

El polvo de la calle y el ruido de los insectos revoloteaban por el aire en aquel verano calmo y harto caliente.
Corría el año 1951, yo era una niña flaca y huesuda, con ojos desafiantes por los golpes que recibía cada día, igual mi espíritu rebelde me llevaba a subir a la gran higuera y comer los deliciosos frutos gozando de la vida aún y a pesar de los maltratos, corriendo por el jardín entre jazmines y rosas y yendo a espiar a los nuevos vecinos.
-Dicen que son de Cataluña y han llegado hoy mismo- dijo doña Pepita apantallándose, con la diminuta y rosada nariz brillando por la transpiración, Olga, la otra vecina la observaba con curiosidad.
-No trajeron valijas, nada… ¿dónde queda Cataluña?
-Europa: España, de ahí eran mis padres. –contestó doña Pepita con orgullo.
La pareja llegó como abatida y sudada, ella traía un pañuelo gris en la cabeza, era delgada y mustia, él enjuto, nervioso y ágil cruzó la zanja y le extendió la mano a las dos nenas, que lucían idénticos vestiditos con florcitas verdes y volados, medias y zapatitos blancos que me admiraron por lo impecables.
Yo me hallaba escondida entre el cedrón y la retama, observándolos.
-Hola, tú morena ¿Cómo te llamas? –me preguntó una de las niñas al verme, por unos momentos quedé perpleja, no esperaba ser descubierta in fraganti en un lugar que yo suponía que podía mirar sin ser vista.
El padre le rozó la cabeza en señal de llamada y las dos corrieron a mi encuentro, a través del alambrado sus ojillos curiosos esperaban una respuesta: desde esa tarde hice amistad con las “galleguitas”, como las apodaban en casa: Todos los días esperaba el almuerzo y cuándo mi familia dormía la siesta a pleno, yo corría a visitar a las niñas.
Lo que más me gustaba de ellas era el respeto y la simpatía con que me trataban, generalmente jugábamos con piedritas al dinenti, no recuerdo si este juego se los enseñé yo o ellas también lo conocían en España pero lo que queda viva en mi memoria es esa especie de complicidad y alegría con que nos comunicábamos y el beneplácito de sus padres al mirarnos.
La madre, que era una mujer joven y con piel marfileña, tenía unos ojos grandes y oscuros y cierta languidez en su aspecto, me cautivó cuando mientras bordaba, comenzó mansamente al principio y con fortaleza después, a cantar una canción con una voz potente y cristalina:

-“En el pozo María Luisa / murieron cuatro mineros. / Mira Marusina, mira como vengo yo…”

No pude seguir jugando, me paralicé y quedé hechizada, escuchándola.

-“Traigo la camisa roja / de sangre de un compañero. / Mira Marusina, mira como vengo yo…”

La voz doliente y serena, seguía las tristes estrofas que atravesaban el corazón, terminó con un silencio y a pesar de mi edad, los castigos que recibía cada día y el desconocimiento, noté que esa mujer no era común, que no cantaba como mi madre en la cocina ni como doña Pepita cuando hacía alarde de su canto, no: Esta persona sabía cantar de una forma especial, con una tonalidad firme y diferente y un sentimiento en las palabras, que estas parecían perlas manando de su boca.
-Qué bien canta usted. –le dije fascinada- y ella sonrió levemente.
-¿Te gusta, morenita? –contestó el padre con una sonrisa abierta y complacida –Tienes buen oído musical.
Las galleguitas me enseñaron a hacer puntilla valenciana, con hilo de coser y un uso de clavos finos que les había  confeccionado el padre y nosotras tramábamos con nuestros deditos los preciosos filigranas, mientras la madre cantaba con ese tono blanco y brillante que me embelezaba:

-“Yo me subí al pino verde / por ver si Franco llegaba… / y solo vi a un tren blindado lo vi al que tiroteaba… / ¡Anda jaleo, jaleo!”

Una tarde llegué exhausta: Los pies sucios y los ojos rojos, tenía marcas de sogazos en las piernas y la voz temblorosa de tanto llorar. La familia catalana me miró con respeto y con cierta indignación mezclada de tristeza en sus ojos, un silencio más pesado que mi tortura zumbaba en el aire, por fin, el padre rompió el hielo.
-Venga morenita, usted sabe que acá nos tiene a nosotros.
Las niñas corrieron a mi encuentro y cada una me tomó de los brazos, me convidaron lo poco que tenían, me mimaron y la madre comenzó a cantarme con todo su brío:

-“Santa Bárbara bendita / al tronar de los mineros”…

Un día se fueron, así, mansamente, como cuando llegaron. Sin lujo, sin estridencias, desaparecieron tan bien, que casi no los extrañé.
Hoy, siendo adulta, prefiero recordarlos como a una vieja fotografía color sepia, que guardo en una cajita de los buenos recuerdos y a veces los veo, como cuando estuve muy enferma y los vecinos corrieron a socorrerme o en los ojos de mi perra que me acompaña si estoy asustada o simplemente los noto a la distancia en la mirada de cada amiga, amigo, que llevan el mismo mensaje de contención y solidaridad “Acá nos tenés a nosotros”.

NÉLIDA MARTINELLI, febrero 10 de 2012